Extractos

23p herradura 2017

Primera Parte

1

Extenso y pródigo en tupida vegetación era el valle jocundo. Lejanas, las montañas se curvaban en una sinuosa línea oscura como limitación del cielo, un cielo azul plateado que daba la ilusión óptica de poder alcanzarse con las manos si se subiese a un árbol o se diera un salto. La planicie no era totalmente pareja porque se ahondaba en aquellos lugares donde cruzaban los ríos y riachuelos como si el agua cristalina y las arenas auríferas fuesen viejos cinturones en el talle femenino de la tierra.

Un tanto al sur del valle de Huylancho, como aisladas, dos alturas imponentes, verde oscuras y cónicas parecían más altas por su soledad. Una de ellas, truncada, presentaba antiguo cráter y por ello los extranjeros españoles le habían llamado gráficamente El Boquerón. Al pie de estas moles gemelas, setenta años antes había sido fundado San Jorge de Olancho o de Huylancho por los conquistadores hispanos y ahora, bastante desarrollado, era un poblado muy importante, de unas doscientas casas de adobe y bahareque y hojas de coyol, rico en la producción de papas y añil, pero más rico por el oro que sus habitantes extraían, con el trabajo de los indígenas de las reparticiones, de las muchas minas y del prodigioso río Guayape. Aprovechando los pastos naturales comenzaban a desarrollar la ganadería. Mas, lo que atraía a los colonizadores desde la España lejana, era el oro que en pepitas arrastraban las arenas de los ríos olanchanos y que en la realidad superaban el colorido de las leyendas.

Prácticamente en San Jorge de Olancho no había calles. Las construcciones parecían haber brotado espontáneas en cualquier parte y en cualquier posición. Una sola vía lo cruzaba de este a oeste y era el Camino Real que llevaba a Comayagua y a los poblados indígenas lencas semicristianizados que quedaban en la frontera con la provincia de Taguzgalpa, la zona rebelde de los pueblos taguaco y taupán que aún permanecían libres en Honduras. En medio del poblado estaba una gran plaza con la iglesia mayor de torres altas y paredes encaladas dedicada al patrón San Jorge y a la Virgen del Rosario. La casa de gobierno, de largos y bajos corredores tenía al frente, casi junto a la cruz del templo, la picota y la horca de la justicia colonial. Las viviendas en torno a la plaza pertenecían a las personas más distinguidas del lugar. Unas estaban cercadas con madera y otras con muros de piedra, delimitando así las propiedades. Hacia el norte se aglomeraban chozas de madera y hojas, grandes, largas como galerones con piso de tierra. Eran los lugares dedicados a los indígenas. Al este, un cuartel con fortines de piedra y empalizadas.

La mayoría de los habitantes eran indios mexicanos, xicaques y lencas, domesticados por el garrote y la cruz. Un gran porcentaje eran mestizos, pero ocupaban el mismo lugar social que los indios puros, aunque los españoles los preferían para los servicios domésticos y solían dejarlos vivir en departamentos especiales dentro de sus solares para que estuviesen prestos a las labores caseras. Era éste un poblado donde antes había habido un gran movimiento. Para la extracción del oro del río Guayape y de las minas se habían ocupado hasta veinticinco mil esclavos indios y negros.

San Jorge de Olancho era pintoresco y entre el verdor del valle parecía un parche colorado por sus tejados de arcilla. A doce leguas pasaba el Guayape y de uno de sus afluentes tomaban el agua para las necesidades del pueblo. Los indios acarreaban el líquido vital cargado en tinajas de arcilla roja sobre sus cabezas de cabellos negros y lacios. Una particularidad era la presencia de incontables mujeres indígenas en estado de gravidez o con los hijos pequeños a cuestas, hijos en cuya sangre ya llevaban un porcentaje de sangre hispana; pero no por eso estaban al margen de la esclavitud impuesta a sus madres. Entre los indios había muchos marcados con el fierro de propiedad del monarca desconocido o de los nobles del lugar. Los trajes de los indígenas cristianizados ya no eran de colores vistosos como los que usaban antes de ser dominados y que ellos mismos fabricaban y coloreaban con su arte antiguo. Ahora andaban en harapos.

En este día de enero San Jorge de Olancho parece tomar el sol con deleite porque de los árboles abanica un viento suave, acariciante, que resta disgusto a los rigores del clima. En los patios, yerbas tropicales han brotado después de los aguaceros y por todos lados se respira el olor peculiar de la tierra humedecida. En la plaza, bajo las araucarias florecidas, grupos de poblanos hablan casi a gritos y con entusiasmo junto a una tropa de indígenas cargadores. En los corredores se ven hamacas de cabuya y en ellas descansan hombres blancos, pero tostados por el sol tropical, se nota en sus rostros un general gesto de abulia, de pereza, de conformidad.

La iglesia mayor está abierta. Limpias sus altas paredes. Adentro aparecen altares y nichos con imágenes de santos católicos relucientes de oro y plata. El altar mayor, que tiene casi la anchura de la iglesia, es una verdadera joya artística, obra de grandes y anónimos maestros de artesanía. En el centro está San Jorge a caballo con su lanza clavada en la fiera boca de un dragón rojo. Más acá del espacio donde ofician las misas hay dos sillas de confesionario, un púlpito de madera desde donde se suelen escuchar las prédicas doctrinarias del sacerdote José de la Cruz Ruano, párroco ya viejo. También hay un baptisterio y, a la entrada de la puerta mayor, una pila de agua bendita para que se persigne todo el que entra. Ante el altar mayor, a distancia prudencial hay dos líneas de sillones de madera y cuero, encojinados y con los respaldos altos, una hermosa obra de ebanistería. Aquí se sientan los españoles aristócratas y las autoridades coloniales. Más atrás, sillas rústicas y banquetas: este es el lugar de los españoles plebeyos. La parte posterior y sin asientos pertenece al pueblo indígena que presencia los ritos de rodillas y de pie en abigarrado montón. Hay dos puertas laterales. Una, pequeña, da a la sacristía. Unos seis altares con nichos de menores proporciones, pero también artísticamente elaborados con cedro y caoba e incrustaciones de oro y plata, sirven de alojamiento a seis santos. La fama de esta iglesia llega muy lejos. Es el orgullo de los habitantes de la ciudad.

Un grupo de personas frente a uno de los nichos laterales conversan en voz baja. Cuatro de ellos llevan hábitos religiosos franciscanos. Vistiendo camisola de anchas mangas, pantalones de perneras ceñidas hasta las altas botas de cuero de res curtido, cincho grueso y claveteado, y con postura elegante y gran donaire, don Femando de Olaya hace afirmaciones con la cabeza, sonríe con cierta ironía y de cuando en cuando pasa sus dedos gruesos por los bigotes largos y negros que hacen juego con la barba poblada. Sus ojos grises son vivaces. Don Femando es el más distinguido colonizador de San Jorge y el que posee mayor número de indios en encomienda. Autoridades civiles y eclesiásticas responden a la voluntad de este caballero de rancio abolengo.

—Cuánto deploro vuestra determinación, querido Fray José. Esta bendita imagen de nuestra Señora del Rosario hubiera guiado nuestra misión exitosamente. Pero vuestra opinión y la del caballero don Fernando, por desgracia, son opuestas.

—¡Por Dios santo, Fray Esteban –refuta Fray José de la Cruz con palabras silbantes y afectadas–, si sólo dependiera de mi voluntad, vuestra misión podría conducir a la Patrona! Pero comprenda nuestra responsabilidad, querido Fray Esteban de Verdelete; la mía, como párroco de este templo y la de don Femando, como el primer caballero de la ciudad. ¿Qué disculpa poner ante el señor obispo Fray Gaspar Quintanilla de Andrade? No. Con dolor en mi alma Fray Esteban, tengo que ratificar mi negación a sus deseos.

—Fray José habla santas palabras. No es posible que nuestra Patrona salga de San Jorge de Olancho sin la orden escrita del señor Obispo –apoya el caballero con la siniestra en la empuñadura de la espada, desgranando una sonrisa galante; y agrega: —Usía quiere vernos enfrentados ante un tribunal de la Santa Inquisición o ante el Concejo de Indias.

—¡No, no, Dios me libre de desearos un mínimo mal!

Fray Esteban de Verdelete anda más allá de los cincuenta años. Usa barba larga, gris por el asomo de las canas y por los soles y vientos de los climas del Nuevo Mundo. Mediano, robusto y fuerte. Lleva un hábito franciscano descolorido. Cuando acciona sus manos, éstas cobran mucha expresividad: son fuertes, rudas, callosas. Se cubre la cabeza con un gorro oscuro que parece capucha, pero se nota bien su amplia frente. Tiene aspecto patriarcal, sereno, inteligente. De no llevar el hábito se confundiría con un soldado. Y eso es Fray Esteban, como él dice, un soldado de los ejércitos cristianos que en las Indias libran la batalla colonizadora en nombre de Cristo y del monarca de España don Felipe III.

Mientras en este grupo conversan, ronda por allí muy inquieto el sacristán Anacleto de Avila. Sus labios se entreabren como si hablara en silencio. En su frente hay surcos de preocupación y, quizá, de disgusto. De Avila es el que con mayor pasión se ha opuesto en la ciudad a que los misioneros que van a Taguzgalpa se lleven a la Virgen del Rosario, también patrona del lugar. Es como si quisieran llevarse a San Jorge, el patrón tan venerado. El sacristán es delgado, de piel blanca, cerámica y por eso se nota más su vellosidad extraordinaria que tira un poco a rojiza como barbas de maíz. El rostro es largo, de mejillas hundidas, ojos relucientes, de fanático y místico. Sobre el traje seglar lleva una sotanuca corta y deshilachada. El pelo largo, también medio rojizo, sin peinar; frente angosta y cejas encontradas. Al cinto le rodea un azote de cuero con empuñadura de madera.

Cuando Fray José cruza su mirada con el sacristán, éste le hace signos de cabeza y se muerde los labios pálidos en apoyo a su negativa. Los otros curas sonríen cuando descubren la actitud del celoso sacristán. En el nicho, la virgen también sonríe permanentemente con la mirada fija como si se posara sorprendida en el grupo. Es de blanca tez, hermosa, de legítimo tipo español; si en vez de la corona de piel y oro que lleva le pusieran una peineta y una mantilla, sería el fiel retrato de una andaluza. Sólo se ven su rostro y manos blancas. Lleva un vestido largo, rosado, con pliegues y encajes, con adornos minuciosos, y lo sorprendente es, que todo él, hasta la corona, es de piel quién sabe por qué manos de artista elaborado. ¡Es una maravilla aun sin necesidad del oro!

—Bueno, bueno, hermanos –dice Fray Esteban dirigiéndose a los otros sacerdotes que son sus compañeros de viaje–, más vale ir saliendo de esta casa del Señor porque mil fatigas nos esperan en tierras de infieles. Se hace tarde: ¡debemos partir!

—De haber salido a la madrugada –señala Fray Andrés de Marcuelles jugueteando con la cadena plateada que llevaba en el cuello y de la que pendía un crucifijo– muchas leguas llevaríamos ya por el Guayape.

—La precipitación no siempre es recomendable, señor Vicario –apunta don Femando caminando detrás de los sacerdotes hacia la puerta principal del templo.

—Cuando se trata de los intereses de nuestro Padre Celestial y de su Santa Iglesia, toda precipitación es poca, amigo don Fernando —aclara Marcuelles sonriente.

—Y nuestra misión en tierras de infieles... —dice Verdelete.

—... es por la causa de la cristiandad. —Concluye Fray Andrés.

—No lo olvidéis. —Agrega otro de los sacerdotes, alto, moreno, de flacos carrillos y pómulos salientes llamado Juan de Monteagudo, quien ha venido con Verdelete desde Valencia, su tierra natal.

—¿Es que nosotros en San Jorge —pregunta con sensibilidad ofendida el cura párroco Ruano— ignoramos vuestra noble misión, hermanos? Arrojada y valiente misión, honra y prez para nuestra Santa Madre Iglesia y nuestro Monarca. Los tagua— cas y los taupanes son verdaderos salvajes, ¡válgame Dios!, si los conoceremos nosotros que somos los más próximos cristianos cerca de ellos...! Audaces, atrevidos, implacables con los blancos. Además allá están reunidos todos los cimarrones que han huido de los pueblos cristianos rehuyendo a la doctrina divina. Vosotros, hermanos, vais a tierras de demonios.

Los frailes se ponen de rodillas con el frente hacia el altar mayor y musitan oraciones. Luego toman agua bendita de la pila y se persignan. Van traspasando la puerta y don Femando dice:

—Fray Esteban y Fray Juan Monteagudo ya conocen a esos salvajes infieles. Yo, que he peleado innumerables veces contra las hordas indígenas, sé lo que es enfrentarse a estos nativos. Son traicioneros y al primer descuido de uno le clavan la lanza o le pegan la pedrada. Odiosos y repulsivos. Necesitan mano dura. Por eso yo admiro a vosotros que sin armas suficientes, sólo con la palabra divina, os aventuráis por esas tierras del demonio a predicar la verdad. No tengo palabras...

—Peligro hay —acepta Fray Esteban mirando con júbilo el diáfano cielo y respirando a pulmón abierto el aire refrescante—, nadie lo ignora; pero mis hermanos Fray Juan de Vaide, Fray Juan Monteagudo y Fray Andrés, me acompañan sabiendo que exponen también, no sólo su salud y tranquilidad, sino que también sus vidas. Estamos decididos. Si hace cuatro años fracasamos al intentar penetrar la zona de los salvajes, ese fracaso nos crea compromiso con nuestra Santa Madre Iglesia. Conquistaremos para ella y nuestro Rey, esas tribus. La cruz es tan potente como la espada, no lo olvidéis.

—La cruz y la espada juntas sí tienen garantías de triunfo, Fray Esteban.

—Pues también así —dice el sacerdote sonriendo sardónicamente—. Mire, don Femando, quién viene allá. El capitán Alonso de Daza, el soldado bizarro y bragado.

—Le conozco y, además, mucho y bien se habla de su honor y valentía por estas tierras. Lleváis buen compañero.

Dando pisadas fuertes sobre la tierra rojiza viene hacia el atrio, al encuentro de los sacerdotes misioneros, el capitán Daza que, realmente, es de aspecto bizarro y viril. Ciñe espada y al hombro tercia un arcabuz. Alto, fornido, nervudo. Las botas le llegan hasta arriba de la rodilla. El tórax apretado bajo la reluciente armadura y en la cabeza el yelmo lustroso de visera alta. Tintinean las espuelas al ritmo de su paso. Es alegre el alto timbre de su voz acorde con sus inquietos movimientos de soldado.

—El sol avanza, Fray Esteban. Los indios cargadores están listos. Los guías deben tener ya preparados los pipantes. En este tiempo suele llover por las tardes.

—Ahora mismo partiremos, capitán. Solamente queda el dar un abrazo a Fray José de la Cruz y a don Fernando de Olaya.

—Yo iré con vosotros un trecho —dice don Fernando—. Lista está mi cabalgadura. También irán otros caballeros amigos.

—Gran honra la que nos da Usía —agradece Daza mirando con respeto al señor de Olaya.

En la plaza y casas vecinas hay movimiento de gente. Se oyen voces y risas. Alguno da consejos a los viajeros. Los frailes misioneros llegan hasta bajo los árboles. Fray Esteban y Fray Andrés montan en muías con la ayuda de los indígenas. El capitán Daza de un salto se ve jinete en un caballo rosillo de mal talante pero de firmes piernas. Otros españoles llegan montados en pos de don Femando. Relinchan los corceles. De Olaya, con sombrero de anchas alas y espada al cinto, monta un hermoso caballo negro que al avanzar por la plaza lanza destellos de los cascos. Daza queda viendo los cascos con gesto de asombro y de envidia. Se convence de lo que hace mucho tiempo le contaran en Guatemala y Comayagua: es verdad que los señores de San Jorge de Olancho ponen herraduras de oro a sus caballos favoritos. Un soldado que lleva un arcabuz y una maleta al hombro observa al capitán y sonríe.

—¡Chispas de oro puro, mi capitán! —Exclama con pupila iluminada.

—Parece mentira, Bernardo. Yo creía que eran leyendas. Ahora no dudo que Taguzgalpa sea la región mayor del oro. Ese templo que dicen...

No concluye su pensamiento porque el convoy se pone en marcha. Parece una procesión religiosa. Muchas personas del lugar van acompañándoles por el Camino Real hacia el Este. Es la despedida a los misioneros que atrevidamente se meterán al infierno de Taguzgalpa, tierra de salvajes indómitos, según el criterio de todos. Por eso van acompañándoles hasta varias leguas fuera de la ciudad.

Desde una casa de lisas paredes en cuyo patio hay cabalgaduras atadas, saluda un grupo de españoles y unas mujeres al capitán Daza. En la puerta, arriba, un letrero dice: Taberna de Calatrava. Un hombre muy gordo con delantal sucio sale levantando los brazos llamando al capitán. Este dirige el caballejo hasta el patio donde el tabernero le entrega una bota pequeña de vino.

—Como recuerdo, capitán. En tierra de infieles sólo hay chicha y vino de coyol. Un trago de tinto le recordará las noches de Calatrava. Vaya usted con Dios, capitán.

—Gracias, amigo. La primera visita a mi regreso será para convidarte —y viendo a las mujeres que le sonríen— y convidar a las mozas. ¡Quedad con Dios, buenas gentes!

Mete espuelas y sigue al cortejo que avanza cantando la Salve por el Camino Real mientras redoblan las campanas de la iglesia mayor. El sacristán las hace repicar, no tanto como despedida a los frailes misioneros sino que por la alegría de que no se llevan a la Virgen del Rosario, tal como lo deseaba Fray Esteban.

Desde lo alto del campanario Anacleto de Avila ve cómo por el Camino Real hacia el Oriente marcha aquel grupo con lentitud bajo el sol. Se hacen cada vez más diminutas las figuras humanas. Todas se detienen y una parte regresa a la ciudad. Se ve muy bien el caballo negro que lanza rayos con sus cascos. Detrás de don Femando vienen otros jinetes y gente a pie. Los misioneros continúan su camino y los últimos que el sacristán puede divisar son los indios que, bajo la vigilancia de los soldados, cargan el equipaje de los misioneros y del capitán Daza.

Una última campanada queda vibrando en el ambiente mañanero y su eco se pierde con rapidez por sobre el valle verdeante. El silencio que sigue parece poder tocarse con los dedos. El sacristán acaricia la campana que fue fundida quién sabe por qué maestro fundidor en la lejana España. Mira hacia el Oriente con una sonrisa de triunfo. Casi salen sus palabras cuando su pensamiento dice:

—“Si se la llevan, nos perdemos. Que vean ellos cómo se las arreglan solos con los taguacas endemoniados. Nuestra Virgen del Rosario es de los sanjorginos y de nadie más”.

Baja corriendo de la torre con una agilidad impropia de su edad, que se debe a la práctica cotidiana de subir y bajar durante tantos años. Se siente contento porque ha triunfado contra los misioneros que pretendían llevarse a la Patrona.