Extractos

Sombras de la montaña

La selva reza con camándula inglesa

Primera Parte

1

En una casa de bahareque en el barrio El Calvario de San Salvador, humilde, de tejado bajo y corredor interior, viven Antonín Mercado y María Mercedes que ahora lleva el apellido de su marido por haber formalizado su matrimonio civil, cumpliendo así la vieja promesa que hicieran al General en Guatemala. Dan hospedaje a los hermanos Cano que, como otros veteranos, continúan en el ejército federal acantonado en el ahora Distrito Federal.

El matrimonio se había realizado por instigación de La Capitana, cosa que hizo feliz a Mercado. Era una especie de compensación de parte de ella. Antonín había quedado cojo a consecuencia de la herida y fue retirado del ejército como lisiado de guerra, pasando a la reserva. Esto fue un rudo golpe para Antonín; y María Mercedes que, efectivamente, lo quería, vio que el matrimonio lo ayudaría a soportar esa fatalidad que lo apartaba de las acciones guerreras. Así fue. La concubina pasó a ser mujer legítima. Y Mercado volvió a su oficio de sastre, a la aguja y las tijeras, a la quietud del hogar donde también se ocupaba de los menesteres que no hacía su mujer por estar en las faenas cuartelarías.

Antonín es feliz y alienta la esperanza de que llegue un hijo que le rompa el afán castrense a La Capitana y la retenga definiti­vamente en el hogar. En días de paz Antonín se despreocupa, pero en cuanto comienzan a sonar los clarines llamando a generala, le invade la pena, pues tiene que ver marchar sola a su mujer a los azares de la guerra. Así sucedió en los últimos movimientos que, por fortuna, se solucionaron pronto: la guerra en Costa Rica y la insurrección del Jefe Espinoza en San Vicente por la disputa con el Vicejefe licenciado José María Silva.

Para la guerra en Costa Rica, el Gobierno Central se había preparado con el fin de mediar entre los contendientes que eran, como en todas partes, patriotas y retrógrados. Mas, se logró poner fin a la lucha armada y las tropas federales no salieron de su Distrito. Para la insurrecta actitud del General Espinoza, sí habían tenido que salir las tropas hacia San Vicente, capital estatal. Mercado había quedado verdaderamente acongojado al ver marchar a su mujer.

Pero tuvo la fortuna de que no hubiera pelea en San Vicente. Espinoza al ver que la población apoyaba al Presidente Federal y en tributo a su vieja amistad, renunció a la lucha, con la única exigencia, para dejar la jefatura, de que también renunciara el Vicejefe. Morazán consultó a Silva y éste, en aras de la paz, aceptó. Espinoza salió del Estado y las tropas federales regresaron a sus cuarteles. María Mercedes volvió para llenar de dicha el corazón del infortunado excombatiente.

Como consecuencia de ese desbarajuste en El Salvador, entre los propios colaboradores del Presidente, hubo nuevas elecciones para autoridades supremas del Estado y resultaron electos Diego Vigil y Timoteo Menéndez que ahora llevan la responsabilidad y trabajan en armonía con el Gobierno Central y se esfuerzan por estrechar las relaciones interestatales que han venido resquebra­jándose en los últimos tiempos por las influencias crecientes de los sectores reaccionarios que con el partido conservador han levantado cabeza en todos los rumbos.

En esta nueva etapa la política de Morazán se concretaba a servir de árbitro entre los frecuentes enconos y peleas de liberales y conservadores, pretendiendo llevar siempre una posición neutral, pero de acuerdo a las leyes. No obstante, se veía a veces en el caso de tener que apoyar reclamos conservadores por ser justos. Esto le creaba recelos y resentimientos entre los que pretendían hacer del Gobierno Central un instrumento específico de sus intereses.

La situación económica no mejoraba y sus efectos se sentían en el propio ejército federal. Los veteranos no recibían la paga y en la casa de Antonín se sostenían gracias a los trabajitos de sastrería realizados por éste. De ahí que cuando un mediodía Cipriano entró en la vivienda con gesto gozoso, Antonín dijo:

—Por la cara que traes, debe haber buenas noticias para nosotros.

—Buenos o malas, no sé cómo te caigan —expresó el indio que era ya hombre serio y asimilado a la vida ciudadana.

—Es que vamos ya para mes y medio sin ver sueldo; si no fuera que de cuando en cuando hago mis pespuntes, quién sabe cómo la pasaríamos.

—De eso ni hablar, Antonín. Hoy mismo el Coronel Zelaya nos ha dicho claro que el Gobierno está en crisis y no encuentra de dónde sacar ni para comprar papel para comunicaciones. ¡Es una desgracia! A los funcionarios públicos se les debe hasta ocho meses. ¿Te das cuenta, hermano?

—¿Y lo del Canal de Nicaragua?

—Sueños, hermano, sólo sueños —dice con desaliento Cipriano, echándose en una de las hamacas que están colgadas y en las que duermen los dos hermanos—. La noticia que te traigo es que ha terminado la guerra en Costa Rica.

—Yo nunca creí que allá hubiera una guerra larga; los ticos no pelean, son gentes muy pacíficas. ¿Y cómo quedó la cosa?

—Me dijo El Macho Leytón que ya todo está en calma después de una matazón. Lo malo es que ha quedado un retrógrado en el mando, un tal Braulio Carrillo. Leytón le conoce como reaccionario.

Antonín saca una moneda de su bolsillo, un peso de la Federación, y se lo muestra a Cipriano. Este se inclina sobre la hamaca, con los ojos iluminados. Sonríe, preguntándole si ya le han pagado a La Capitana.

—Cómo le van a pagar a ella sola —dice Antonín poniendo la moneda en la mano dura del amigo—. Pero si la quieres, te la regalo. De éstas tengo tres. Hice unos calzones de panilla a un fulano de San Miguel.

—¡Pero, hombre, tú estás rico! ¿Me lo prestas? —pero al tomar la moneda nota que el peso no es muy ajustado al de una moneda legítima. La queda viendo, dándole vueltas, mientras Antonín lo contempla con sorna.

—¿Qué le buscas?

Cipriano se lleva la moneda a la boca y le pega un mordisco. La moneda se dobla y le quedan dos agujeros de lado a lado.

—¡Matute!

—¡Matute, hombre! Fíjate hasta dónde estoy de torcido: tres días estuve matándome haciendo ese trabajo y hoy viene el sinver­güenza, me paga y se larga contentísimo. Y yo, ¡majadero!, como si no supiera que andan metiendo moneda falsa, ¡a mi bolsillo! Cuando reparé se había hecho humo el estafador.

—En verdad, eso es tener mala suerte, hermano. ¡No haberlo agarrado...!

María Mercedes aparece en la puerta y escucha lo último. Lleva falda corta y la guerrera abotonada hasta el cuello. Aunque limpia, la ropa que lleva se nota muy usada y con remiendos. El quepis ladeado hacia la oreja derecha le sienta muy bien pero también está deslucido. La mujer ha adelgazado bastante y su rostro parece alargarse más, siempre con el fuego de sus ojos de azabache con largas pestañas. Unos diminutos pliegues se le amontonaban en las sienes partiendo de los ojos.

—¿Por qué siempre de malhumor, muchachos? —pregunta en tono bajo, tirando el periódico El Centroamericano sobre la mesita donde trabaja la sastrería su marido.

Le cuentan lo ocurrido con el trabajo de Antonín y éste le muestra las monedas falsas. María Mercedes sonríe con cierta amargura. Le duele que el trabajo de su marido haya tenido tal resultado.

—Aquí en el periódico se habla de esos monederos falsos —dice la mujer despojándose de la guerrera y del quepis—. Ya sin el medio uniforme, parece más robusta con el busto un tanto resaltado por las mamillas. —Han publicado el Mensaje del Presidente Morazán en la novena reunión del Congreso Federal. Allí dice algo de eso también.

Antonín toma el periódico y se pone a buscar la información sobre los monederos falsos. Es largo el Mensaje presidencial y se cansa de buscar lo que desea leer.

—Dice el Coronel Zelaya que ese Mensaje es muy interesante —comenta Cipriano, meciéndose en la hamaca—, debieras leerlo, Maruca.

—Déjame poner el agua al fuego para hacer algo de café, por lo menos eso no nos ha faltado todavía.

—No te preocupes —interviene Antonín—, ya el agua está lista y ahora mismo cuelo el cafecito. Mientras tanto, lee algo de ese Mensaje. Tal vez dice lo de Costa Rica.

La mujer, sentándose en un taburete al lado de la puerta que da al corredor donde está la cocina, comienza a leer despacio y alto para que los dos la escuchen en sala y cocina:

 

“Los pueblos libres calculan los años de su vida social por la existencia de sus poderes representativos. Centro América tiene hoy la gloria de contar en la reunión del Congreso de 1836 el noveno período de su gobierno constitucional y el quinto triunfo adquirido sobre los que han osado entorpecer la marcha de sus libres instituciones”.

 

—¡Escribe bien el General! —dice Antonín desde la cocina.

—Así como habla —afirma La Capitana. El Presidente informaba al Congreso de su gestión del año último. Decía que el Gobierno sin desatender las relaciones diplomáticas con Europa, había procurado estrecharlas del modo más íntimo con las Repúblicas de América puesto que eran vínculos de familia con una misma causa e idénticas instituciones. También el Gobierno de Estados Unidos había dado demostraciones de amistad y enviado un representante diplomático ante el Gobierno Federal, por lo que éste se disponía a acreditar un Ministro en Washington en correspondencia.

—¿Y tendrá la Federación con qué pagar un Ministro? —pregunta Cipriano dudoso.

—¡Le damos de esas monedas que me zamparon hoy, hombre! ¡Por eso no te preocupes! Además, que manden un ricachón para que pueda pagar los gastos de su bolsillo, ¡y que apunte las deudas...!

La mujer continúa leyendo despaciosamente el capítulo que informa sobre las gestiones que el Gobierno había hecho en relación con la construcción del canal en Nicaragua. Antonín trajo dos tazas con café humeante para su mujer y Cipriano, y luego, volvió con su taza.

 

“La apertura del Canal de Nicaragua ha sido el primer objeto de la misión que destacamos a La Haya y que, desgraciadamente, no tuvo el fruto deseado. Confiábamos en que aquel gobierno ayudaría en la construcción pues sus propuestas fueron muy favorables. Sin embargo, noticias privadas pero fidedignas han puesto en evidencia que el obstáculo interpuesto vino de otra potencia alejando las esperanzas de los centroamericanos que aman y quieren el engran­decimiento de su patria. Tampoco se ha podido celebrar el tratado sobre ese proyecto con el señor Cónsul General de Inglaterra, residente en esta República, al que se recurrió después del fracaso de La Haya”.

 

—¿Y por qué, Maruca? ¿Dice por qué?

—El General no tiene pelos en la lengua para decir la verdad, y más tratándose de los ingleses que tanta intriga hacen contra la Federación. Asegura que, “no se han puesto de acuerdo porque ha interferido la no fijación de los límites y duración del es­tablecimiento en Belice de los Ingleses. Yo creo que la Corte de Londres no pondrá en duda el derecho inalienable e indisputable que Centro América tiene sobre aquel pequeño territorio. Es indudable que sin arreglar este problema el Gobierno Federal no puede firmar con aquel gobierno ningún convenio. La soberanía de la patria está sobre todos los convenios”.

—¡Macanudo! —exclaman Cipriano y Antonín—. ¡El General no se deja jetear de míster Chatfield!

—Pero, yo, siendo el General —agrega Cipriano—, hace tiempo que hubiera puesto de patitas a ese inglés por muy Cónsul que sea. Él es uno de los responsables de tantas guerras y calamidades en nuestro país. Él es el que atiza y apoya con fusiles y esterlinas a los facciosos conservadores en todos los Estados.

—¿De patitas? —repite Antonín—. ¡Fusilarlo, hombre! ¡Fusilarlo como a Ramón Guzmán y Vicente Domínguez! ¡Eso es lo que merece!

—¿Y qué te crees tú —pregunta La Capitana—, que es un diplomático? ¿Y qué te crees que haría Inglaterra con nuestro pobre país si le tocaran a su representante? Hace años que Inglaterra quiere hacernos su colonia y con un pretexto como ese, inmediata­mente vendrían sus barcos y ocuparían militarmente el país. ¿Y qué ganaríamos con otra Corona encima?

—¿Y tú crees, María, que los pueblos los mirarían entrar tan tranquilos o que iban a salir a recibirlos con flores como reciben al General?

—Una guerra no sólo necesita hombres, tú lo sabes, Antonín; también armas y dinero, y recuerda que hace más de un mes que no nos pagan. Escucha lo que dice más adelante el Mensaje:

“Las dos últimas guerras, de Costa Rica y El Salvador, han acabado de agotar los recursos con que contaba la República para cubrir los gastos de administración. Reducidos a la alcabala marítima y a las pequeñas rentas del Distrito, gravados como se hallan con una crecida deuda que cada día sube, sin esperanza alguna de que los Estados cubran el valor de los cupos que les asigna la ley, se ha llegado a tal situación que los funcionarios del gobierno están con ocho o diez meses de sueldos atrasados y a la pequeña guarnición de la ciudad se le adeudan 36 días. La beneficencia, las obras públicas emprendidas se han paralizado”. ¿Lo estás oyendo, Antonín?

—¡Ayayay, mi vida, si los retrógrados aparecen por ahí derrumbarán la Federación de un manotazo! ¡Es grave la situación!

—Oigan, esto es con nosotros: “Reducido por estas causas el Ejército a un puñado de antiguos veteranos que han sobrevivido a los mayores peligros, sufriendo con heroica firmeza toda clase de privaciones y miserias, el Ejecutivo...

—¡Esa es la purita verdad! —interrumpe Cipriano mostrando los pies descalzos y el uniforme remendado.

—... el Ejecutivo —continúa Mercedes—, tiene que buscar un apoyo en los partidos, para conservar la paz interior y la seguridad externa o exponer los más caros intereses de la República a los azares de una guerra desigual y la suerte de estos valientes soldados, a una muerte inevitable y sin fruto, por su pequeño número”.

La Capitana calla viendo que Antonín, emocionado mira el agua clara del cafecito, único alimento que este día tienen en casa. Piensa en Manuel, en que tal vez habrá ido a cazar y pueda traerles algún trozo de carne. Decide visitar a su hermana María del Carmen y se pone de pie llevándose la taza a la boca para beber el último trago de café.

—Estamos en desgracia —dice Cipriano—, y desgracia grande...

Se interrumpe porque llega Doroteo que, como su hermano, también anda descalzo. Saluda y entra en la cocina. Luego sale bebiendo el café ralo. Cipriano le hace un guiño; se levanta de la hamaca y le pregunta suavemente:

—¿Ha conseguido algo, mano Teo?

—Unos cuatro reales y medio, nada más.

Cipriano suspira y dirigiéndose a La Capitana anuncia jubiloso:

—¡Tenemos un capitalito: cuatro reales! ¡El medio no lo cuento! Por lo menos podremos comprar una tapa de dulce y rosqui­llas o bien tortillitas y chicharrones, ¿no? ¡Todo un banquete!

Doroteo le entrega a La Capitana los cuatro reales y ella le pregunta:

—¿Limpios o sucios?

—¡Limpitos, Maruca, limpitos como que son prestados!

La Capitana, dejando la taza y el periódico en la mesa, sale a la calle a comprar algo para la cena. Todo el día no habían tomado más que el cafecito claro. Al salir ella, Antonín le pregunta a Doroteo:

—¿Me quieres engañar a mí también? Esos cuatro reales son “sucios” como dice María.

—¿Para qué decirle la verdad? Es capaz de tirármelos a la cara. Tú la conoces. Y, ¡necesidad es necesidad!

—¿Y cómo los conseguiste?

—Con el naipe. Me encontré unos papos por ahí y me los dormí. Yo tengo una mano con el naipe que nadie me agarra una trampa. En cuanto les gané los cuatro reales, me largué. Temía que esos babosos me salieran maestros.

—Deja de hacer trampas con el naipe; hay gente que no tiene asco para meter la cuchilla por medio real...

—¿Y yo soy manco, pues? La necesidad agudiza el ingenio; usté sabe, mano, que por gusto o vicio, yo nunca toco una carta ni un dado.

Cipriano toma el periódico y sigue leyendo el Mensaje del Presidente. Poco después regresa La Capitana con un paquete. Con alegría cuenta:

—Por medio real encontré patas de chancho. Voy a hacer mondongo con frijoles colorados, también los compré baratos porque tienen uno que otro gorgojito, pero el fuego santifica. Al menos, así dice la gente.

Los cuatro se pusieron a conversar de nuevo sobre el Mensaje, ya con optimismo ante la perspectiva real de que esa noche y al día siguiente, tendrían algo para engañar el estómago y seguir cumpliendo el deber en la guarnición federal. Lejos había quedado la pugna entre Cipriano y Antonín por el amor de María Mercedes. Vivían como en familia sin asomarse en ninguno la rabia de los celos o el veneno de la envidia.

 

Era indudable que para los hondureños que acompañaban al General Morazán, su traslado de Guatemala a San Salvador, fue un acontecimiento muy de su agrado. Siendo en su mayoría gentes del pueblo con determinadas costumbres de una vida menos diferenciada por el ahondamiento de clases, encontraban el ambiente salvadoreño más propicio, menos extraño a como veían el guatemalteco.

También coincidían ciertos rasgos peculiares entre sal­vadoreños y hondureños que les llevaban a fraternizar más rápida­mente a la confianza sin perjuicios localistas. En cambio, tanto hondureños como salvadoreños y de los otros Estados, puestos Guatemala se sentían extraños y les costaba amoldarse a la idiosincrasia chapina. Y, a más de eso, el sentado prejuicio con que veían a los guatemaltecos en virtud de haber sido en Guatemala la antigua capital del Reino y emanar de allá todas las dis­posiciones coloniales que aplastaban duramente a los pueblos de las otras, entonces, provincias subordinadas a la metrópoli.

Aun bajo la República, esa malquerencia para lo guatemalteco se hacía sentir; no pensaban que allá también las masas estaban quizá en condiciones peores, por la presencia de los aristócratas y del alto clero.

A Morazán le acompañaban centroamericanos de los cinco Estados, militares y civiles, gentes de ilustración y gentes sencillas. El General se rodeaba de los principales talentos de la patria y muchas veces buscaba los servicios de elementos conserva­dores que fuesen honestos e incapaces de un juego sucio a la República. Junto a los viejos patriotas que luchaban desde los días de la independencia, laboraban en el Gobierno Federal los jóvenes patriotas que surgieron de la revolución y en la posrevolución. Un estrecho vínculo revolucionario unía esas generaciones y Morazán hacía esfuerzos para incorporar a la vida política a los más destacados jóvenes de los Estados bajo la consigna de “Dios, Unión, Libertad”.

Manuel Sánchez que a más de ser corneta de órdenes servía siempre como hombre de confianza a la familia Morazán, había trasladado de Comayagüela a San Salvador a su compañera María del Carmen con sus tres hijos varones. Había adquirido casa en el barrio Santa Lucía, un tanto alejado de su cuñada.

En Santa Lucía como en El Calvario, las casas eran bajas, de bahareque y tejas, encaladas y algunas sólo con el revoque de tierra rojiza en donde hacían agujeros los abejones. Las calles de tierra, en tiempo de lluvia se convertían en fangales; en la época seca y con los vientos, se levantaban polvaredas. Los solares eran grandes, con árboles frutales y yerbas altas donde vagaban las aves de corral y por las noches incursionaban los tacuacines.

En este barrio vivían muchas familias pobres de trabajadores: curtidores, adoberos, cordeleros, gente humilde que vivía en sus diarias ocupaciones y que aceptaron con amistad la presencia de Manuel y su familia. La simpatía del pueblo salvadoreño para Morazán se encontraba más firme en esta gente humilde que ya no sentía sobre sus hombros los agobiadores impuestos feudales y que veían en el sistema republicano surgido de la revolución, grandes oportunidades para mejorar.

Poco a poco, debido al carácter expansivo de Manuel y a la bondad de su compañera, la residencia de la pareja fue tornándose en centro de reuniones de los vecinos que acomodados en el patio charlaban en los atardeceres y en las noches. Los más amigos, desde el principio, fueron los hermanos Ciriaco y Manuel Bran. Este era sargento y había militado en las tropas morazanistas en los últimos tiempos. Los adoberos Leonardo Renderos y Pedro Azucena, el tejedor Antonio Valencia, los hermanos curtidores Santos, el pulpero don Felipillo, que estaba casado con una señora que lo doblaba en estatura.

Azucena era el más viejo, conocedor quizá de toda la gente de la ciudad y también harto conocido en todos los barrios. A Manuel, la figura de Azucena le recordaba al ya fallecido Ñor Colacho Urrutia, su querido maestro zapatero de Comayagüela, y como aquél, éste era también de los caciques populares de Santa Lucía. Pero los de mayor prestigio eran los Bran y Leonardo. María Mercedes llegaba los domingos con su esposo y los Cano. Entonces la música no faltaba como tampoco las canciones. María del Carmen les guardaba nacatamales de los que hacía los sábados para la venta en el barrio, con lo que ayudaba en el presupuesto familiar. Estos nacatamales de María del Carmen se estaban haciendo populares; a sus paisanos les gustaban mucho. Además, si no tenían dinero, ella se los fiaba.

Durante semanas no hubo nacatamales. Aunque don Felipillo le fiara el maíz para la masa, faltaba la carne. Entonces Manuel dispuso salir con amigos salvadoreños al campo en busca de caza. Lograba algunas veces traer algún venado o tepescuinte, alguna codorniz o paloma runga y con ello hacían los nacatamales y era una gran ayuda en estos días en que estaban retrasados los pagos en el cuartel. Cuando cazaba algún venado, aunque fuese grande y hermoso, no duraba. Manuel regalaba la sabrosa carne a sus amigos comenzando por su cuñada. Nunca vendía una libra, ni al contado ni al fiado.

—Este pedazo de pierna es para mi compa Renderos. Este lomillo es para la señora de Bran. Este costillar para don Felipillo.

Y siempre que lograba cazar pavas, él mismo le llevaba a la familia Morazán, pues sabía que mucho les gustaba. Todas esas cosas eran del agrado de María del Carmen porque esa era la costumbre de su tierra: dar de lo que se tenía a sus vecinos y amistades y con ello se quedaban contentos. Esta costumbre de los hondureños también la tenían las familias pobres de San Salvador.

La vida de María del Carmen, criando a sus hijos y atendiendo a su marido, era apacible, pero en cuanto sonaban los clarines de guerra, todo cambiaba en su hogar. Venían los días de inquietud y de llanto en espera del regreso de Manuel que acompañaba a su General en las campañas. Varias semanas estuvo ella esperando que Manuel saliera con las tropas hacia Costa Rica, pero al fin, él vino alegre a contarle que ya no habría viaje pues se habían arreglado los contendientes.

—¡Bendito sea Dios, Manuel, me das al fin tranquilidad!

—También es tranquilizador para mí —dijo él—. No te creas que es grato andar en la guerra. ¡Es la peor cosa que han inventado los hombres! Pero es necesario enfrentarla para mantener la República. Si no fuera así, hace mucho que los retrógrados hubieran vuelto al poder y ¡adiós la libertad que tenemos!

Manuel podía exponer todas las razones que quisiera pero para María del Carmen nada justificaba la guerra. ¿Cómo era posible que los hombres se mataran tan fácilmente por mantener sus caprichos? Para ella era sólo cuestión de “caprichos”. No obstante, convivía con el “capricho” de su marido que era el mismo del General Morazán.

—Quizá tengamos paz por algún tiempo. Ahora, lo que me preocupa es que se rumora que en Guatemala anda una peste de cólera morbo. Dicen que la gente se muere en un dos por tres.

—¡Fíjate, Manuel, si este mundo anda de cabeza! Si se aplaca la guerra, aparecen las pestes.

—Y si se van las pestes —agrega Manuel, chuscón—, viene la hambruna. ¡Así es la vida, Carmencita de mi alma, pareciera como si Tata Dios no dejara de estar con el garrote en la mano para darnos en el cogote!

Esteban era de la misma edad de José Antonio, el hijo del General. Eran buenos amigos y si Esteban aprendía a leer y escribir, era por la influencia de José Antonio y Francisco. Los otros dos hermanos eran Pablo y Vicentico; éste, el menor, tenía tres años solamente. Por todo el barrio se andaban con los chicos vecinos y la madre se la pasaba grita que grita para que vinieran a comer. A veces se iban al río Azelguate y entonces dejaban al menor pues eran aventuras “sólo para mayores”.

—Estos cipotes —se quejaba continuamente—, me están sacando canas verdes. ¡Igualitos a su tata de vagabundos!

Y a Manuel le gustaba oírla.