Caoberos del Río Patuca
Primera parte
1
—¡Plaaaafff... plaaaafff... plaaaafff..!
Con un compás rítmico parte al agua el remo presionando a la corriente turbia, aparentemente mansa, del río Patuca. Cada inmersión del largo remo es una flexión en los bíceps poderosos del zambo Pa'Barona. La piel del negro está más oscura que la cara del río, pero, como ella, reluciente y lustrosa del sudor y gotas de agua. El sol, más allá del meridiano, parece que involuntariamente se aleja de ese juego salvaje de acicatear con sus rayos a los seres y las cosas. Ahora está dando de frente a los que van en el “cayuco” porque el río caprichoso y con cáncamos suaves, se despereza en un recodo. Las riberas glaucas parecen equidistantes del “cayuco”. Se ven los guarumos y cañaverales, y aislados, altos guanacastes con nidos de oropéndolas; los gritos de éstas son clarinadas alegrando el día.
Diríase que el viejo que va acurrucado en la débil popa aprisionando el timón primitivo, quisiera poner con el carbón de la barquilla, una recta en plena mitad de la corriente. Sin embargo, el viejo Romilio Luna, en lo menos que puede pensar es en la geometría del río. Ni él, ni el otro mestizo, su hijo Cándido, que va sentado en la proa del “cayuco” fumando un “puro”, ni el negro Pa'Barona que rema con gallarda sabiduría del remar, piensan en ello. Buscan “la madre del río” para evitar choques con piedras o raíces que pudieran estar bajo de agua cercanas a las riberas verdeantes.
—¡Plaaaafff... plaaaafff... plaaaafff..!
Y la voz de la corriente chocando en la deteriorada quilla. En un costado del cayuco, con letra irregular, está escrito: “La Moncha”. Remar río arriba requiere músculos férreos y férreos son los del negro Pa'Barona y de los dos ladinos Luna. Llevan ya el tercer día de viaje desde Brus Laguna en la costa caribe subiendo el caudaloso y turbio Patuca. Los tres se han turnado para tomar los canaletes y vencer las distancias. En ese día, al amanecer, habían dejado atrás los ranchos tristes de Wanquivila con sus zambales ya metidos en los pantanos donde los extranjeros querían plantar sus arrozales. Y ahora, después del mediodía, sin haber visto en las riberas más viviendas humanas, sólo el rastrojo de los ya abandonados cortes de madera de caoba, van aproximándose al benque William–Broock, su meta final en la línea serpenteante del río.
En todo el día, ni un cayuco, ni una balsa. Las corrientes rojizas y charlatanas sólo arrastraban lodo y residuos vegetales; alguna vez el cadáver de una bestezuela panza arriba como en busca del hambre, siempre presente de los zopilotes que, de trecho en trecho, se han visto dibujando círculos en el cielo diáfano. Para ayudar al remo, en algunas partes donde el agua no era tan profunda, el que iba en la popa tomaba la palanca, larga vara de bambú, y fijándola en el limo con fuerza, hasta curvarla, ayudaba a impeler el cayuco. Entonces el “pipante” parecía tomar nuevo vigor y avanzaba sinuoso con orgullosa velocidad. Pero allí, en el recodo, las aguas son profundas y fuertes; el avance se hace muy despacioso a pesar de los músculos fortísimos del zambo, en cuyo rostro de carbón reluciente se reflejan los esfuerzos musculares, al apretar los dientes blanquísimos y expandir el cuello formidable que recuerda la testuz de un toro.
—Si mal no recuerdo, a la vuelta del recodo está clavado el benque William–Broock.
La voz alta y enronquecida del viejo Romilio Luna, hace volver la cabeza a su hijo Cándido, quien, sin quitarse el “puro” de la boca, exclama contento agarrándose de los bordes del cayuco:
—Gracias a Dios, papa; voy cansado del río y más que todo de ese silbido que viene de largo y sin ver gente.
—Así es el Patuca y la Mosquitia, m’hijo. Dicen que es un río embrujado. Muchos hombres se han vuelto locos por aquí mesmo. —Se lleva la diestra a la nariz, lanza una mucosidad con estrépito; se pasa el dorso por las ventanas de la nariz y escupe saliva oscura sobre la corriente.— Pero no es menos el tata Segovia, m’hijo. Y este también jala pepitas de oro que rejuntan los zambos con los lavaderos de más allá.
—Es verdá, papa; pero sí le digo, que el Segovia me gusta y no le tengo desconfianza ni cuando se pone las “monteras” brutas y se lleva los montes y hasta las “champas” de los zambales. Pero este Patuca, no me gusta. Es mañoso como gato. El Segovia es bueno como perro.
—Pero para “La Moncha”, compa Cándido —dice el negro dirigiéndose al joven, riendo mientras rema— perro o gato, no hay corriente que la detenga. Da gusto canaletear —y poniendo atención al ruido de los remos— ¡parece que canta la condenada!
El viejo sonríe orgulloso de su canoa “La Moncha”. Se yergue un poco echando atrás el cincho con el revólver; se inclina y compone una maleta que va en el fondo y se ha ladeado a causa de la curva del río ya vencida. Cándido, repentinamente se pone de pie con alborozo y señala adelante.
—¡El benque! ¡Allí está el benque William–Broock!
Habían doblado el recodo. Los tres hombres miran adelante donde, en las riberas del río aparecen viviendas de paja y una grande de techo de tejas rojas y paredes blancas, encaladas. A los yerbales y arbustos de las orillas, sucede un claro amplísimo donde el poblado tiene ubicación. Aparecen también unos embarcaderos y muchas canoas. Pero su euforia es quebrada cuando oyen el eco de un “cacho” y ven que por la corriente, río abajo, a tomar el recodo, vienen balsas de caoba y sobre ellas, de pie y sentados, las figuras negras de varios zambos semidesnudos.
—¡Una trocería! —grita Romilio señalando hacia adelante— ¡Nos embiste una trocería de caoba!
—¡Vamos a chocar! —grita Cándido con los ojos saltados.
—¡“La Moncha”! ¡“La Moncha”! —gime el zambo dejando de remar y con el susto adherido en el rostro como calcomanía de tile.
Hacia ellos, a lo ancho del Patuca, vienen vertiginosamente varias balsas de madera de caoba. Enormes troncos atados con lianas y cuerdas bajan por la corriente. Es un viaje de los caoberos hacia la costa, hacia Brus Laguna, en donde los maderos pasarán a los barcos para ser llevados al exterior, o los dejarán en los aserraderos de la compañía maderera, para ser enviados después, transformados en tablas. Acostumbraban sacar en esa forma, desde el interior de la Mosquitia hondureña, las maderas preciosas, aprovechando la locomoción del río, ya que, por tierra no había ninguna vía de comunicación eficiente. Cuando bajaban en viajes de maderas, iban sobre las balsas de troncos, trabajadores negros, campeones naturales de natación, quienes, para avisar a cualquier persona que bogase por el río , tocaban “cachos” de toro, con cuyo estrépito se les ponía en guardia para dejar “la madre del río” y buscar las orillas a resguardarse, pues era peligroso un choque de las balsas.
De frente, las primeras balsas, son tres o cuatro, casi juntas, vienen directamente hacia “La Moncha”. Romilio, pasado el instante de sorpresa, toma la vara de bambú que está a lo largo de la canoa y la mete en las aguas. Inútil. Con ella no toca fondo. El río ahí es profundo. Pa'Barona con el canalete hace esfuerzos sobrehumanos para dar impulso con más velocidad hacia la orilla derecha y esquivar el encontronazo. Imposible. Los zambos gritan alzando los brazos como si quisieran tomar la canoa en sus manos y apartarla del peligro. Todos los zambos tienen el alma blanca como la copra del coco y nunca hacen mal a nadie.
—¡Al agua! —grita ordenando Romilio sin pensar en salvar nada de lo que llevan en el fondo de la barca.— ¡Al agua!
—¡Patuca maldito! —exclama el hijo lanzándose a la corriente.
—¡“La Moncha”! ¡“La Monchita”! —murmura el zambo como si el peligro de su vida fuese mínimo ante la pérdida del cayuco.
A tiempo se lanzan los tres hombres al agua. Una balsa embiste rudamente a la canoa, la hace levantarse un poco con un crujido de maderas rotas y arrastrando sus pedazos, sigue adelante, río abajo. Los zambos que gritaban, se callan para ver el imprevisto desastre con terror en sus ojos. Mientras, los tres hombres, nadando, arrastrados un poco por la corriente turbia, van hacia la ribera. Sólo se ven sus cabezas sin sombreros y el ágil movimiento de sus brazos conquistando la tierra y la salvación.
Allá, en un embarcadero, varios hombres han presenciado la tragedia. Desde la casa grande de tejas rojas y paredes blancas, un hombre también blanco, de ojos azules y cabellos rubios, mira hacia el río con sus gemelos sin revelar emoción en su rostro. Ha visto, mas eso no tiene importancia. Las caobas son suyas. El Patuca es el culpable.
Agarrándose de hierbas, partiendo el barro pegajoso, los tres náufragos, ahítos de cansancio, presos de pánico, alcanzan la orilla; se arrastran sobre las hierbas y espinos, gimiendo, quedando como anestesiados pero con jadeos agónicos. El sol les da todavía con fuerza sus rayos en la cara.
—¡Santo Dios Todopoderoso... qué desgracia..!
—¡Yo... yo... lo decía... el Patuca... río mañoso... traicionero... como los gatos, los tigres..!
—¡“La Moncha”! ¡Perdimos “La Moncha”... estoy muerto... zambo Pa'Barona está muertecito... está ahogado como “La Moncha”... Mama mía... Mama Moncha, vieras a tu negro... ay... ayayayyy..!
Y el negro cara al suelo mete las uñas en el lodo como un lagarto recibiendo sol.