Extractos

Constructores

Los mozos de la construcción

Libro Primero

El velorio

En la “cuartería de Don Tomás” hay extraordinario movimiento en esta noche. Por el portón de la calle entran y salen gentes de la vecindad. En la calle sin asfalto, un grupo de muchachos retoza alrededor de una hoguera; los mayores, más audaces, saltan sobre las llamas dando gritos de victoria, mientras los menores, imposibilitados para tal proeza, aplauden admirados. Eran niños descalzos, de ropas sucias y raídas y oscuras del polvo callejero. Serán unos quince o más, todos residentes en las viviendas pobres de la cuadra.

 Unas niñas, sentadas en la acera, conversando con seriedad de adultas, están atentas al juego de los muchachos y de las personas que entran y salen. En la calle se ven grupos en las esquinas, bajo la luz triste de los faroles públicos.

La “cuartería de Don Tomás”, llamada así por el nombre del propietario, tiene ocho cuartos reducidos y en forma de escuadra. Hay un corredor común, entechado, sin cielo raso, como en todas las habitaciones de alquiler; y un patio largo, cercado de un muro de adobe; las cocinas quedan pegadas a este muro, dando el frente a los cuartos. En el centro del patio está el grifo que sirve agua para todos los inquilinos, así como también para todas las familias hay un baño y un solo excusado que está casi a la puerta de entrada, en la esquina del muro, pegado a la primer cocina, y cuyo aliento fétido saluda el olfato de todo el que cruza el viejo portón.

La cuartería no tiene luz eléctrica. Candiles, quinqués y velas de luces rojizas y amarillentas iluminan las paupérrimas estancias; en esa penumbra se mueven las gentes que asisten al velorio. Porque en la “cuartería de Don Tomás” hay un velorio esta noche. El difunto está en el último cuarto, en el fondo del patio, pero los asistentes ocupan todo el espacio disponible. Como no hay sillas para todos, la mayoría está de pie o busca dónde acurrucarse. Fuman y conversan casi con alegría, como si estuvieran en fiesta de santo. Especialmente unos hombres que, alrededor de una mesa, juegan naipe apostando centavos. Juegan a grandes voces “Treintaiuno”

—¡Otra carta!

—¡Tomá y andate!

—¡Otra; tapada!

—¿Te fuiste?

—No. Me quedo.

—Carta para mí —pide otro jugador.

—Te voy a despachar al momento.

—¡Exacto! ¡Veintiuno y diez: treintaiuno!

—¡Qué suerte de jodido!

Un grupo de mujeres se aglomera en la cocinita de los Puerto; preparan café con pan y unas gallinas en sopa para obsequiar a las personas que asisten al velorio y que es costumbre regalar a la media noche. Las mujeres hablan mucho más que los hombres.

—Pobrecito Tavo —se lamenta una señora robusta, inquilina de la cuartería y a la que llaman Colacha— ¡Tan bueno que era!

—Así es, comadre: la gente buena no dura —afirma otra.

—Tan trabajador —califica una tercera, encendiendo un cigarrillo de tusa con un tizón—. Desde que lo abandonó su mujer, dejándolo con su “chigüín”, fue un padre modelo. Era el Jefe de la familia.

—Así dice su tata, Don Panta. ¡Ah, el pobre viejo está inconsolable!

—Pobrecito, y como pasa tan enfermo que ya no puede trabajar...

—Pero le queda la Locha.

—Poca cosa la Locha. Plancha y lava, sí, pero con eso no comen dos bocas grandes y dos chiquitas.

—Tavo era el que sostenía la casa con su trabajo de albañil.

—¡Pobre Tavo: ir a caerse del andamio...!

—¡Y lo peor, caer de cabeza en el cemento! Si quedó aplastado, que ni tortilla. ¿Ya lo vio usté?

—Sí, ya vi al difunto, aunque yo no puedo ver un muerto; después quedo soñando con él. ¡Ave María Purísima!

En el cuarto de Pantaleón Puerto, en su estrechez inconcebible, hay un espacio donde está un catre de lona y, sobre él, el cadáver de Gustavo Puerto envuelto con una sábana media raída que le deja afuera los pies; éstos tienen calcetines y para que se mantengan juntos los han atado con una pita. La parte de sábana que cubre la cabeza tiene manchas de sangre. Alrededor del difunto, sentados en bancos o sillas, están los familiares y algunas vecinas de los otros cuartos. Cuatro velas alumbran la estancia, teniendo de candelabros a cuatro botellas de cerveza. Unas coronillas de flores, mal hechas, se ven sobre su cuerpo. El ambiente está saturado de olor penetrante a creolina, al sebo de las velas, a “Agua de Florida” y a éter, estos últimos sirven para calmarle a Locha los ataques nerviosos que repetidamente sufre. Locha es la hermana del hombre muerto.

Don Panta, viejo obrero albañil, incapacitado ya para el trabajo debido al reuma y a una hernia, se mantiene en la puerta de la cocina, sentado en un banco, taciturno y preocupado. A veces llega algún amigo trabajador y le da el pésame con palabras sencillas pero cariñosas.

—Lo acompaño en su pesar, Don Panta.

—Muchas gracias, amigo. Usté puede considerar...

Y vuelve a meterse en su caracol de silencio. Pero está atento a todo y observa a las gentes que les acompañan en el velorio; gentes que a veces les llevan algún regalito para la cocina: azúcar, café o velas para el difunto o simplemente sus palabras de sentimiento por la tragedia. Por ratos se escuchan los ayes de Locha que son preludio de un nuevo ataque; entonces las amigas y amigos preparan el “Agua de Florida” y el éter para sacarla del desmayo histérico.

—¡Ya le volvió el ataque a Locha!

Las muchachas de edad escolar corren desde donde estén hasta el cuarto del muerto para presenciar el extraño caso de la muchacha desfallecida, mientras las amigas le dan palmadas en los brazos y en las mejillas, haciéndola volver en sí.

—¡Pobrecita, cómo la ha afectado la muerte de Tavo!

—Si era que esos dos hermanos se querían de alma.

Gustavo había salido esa mañana, como todos los días, muy temprano, con su cuchara de albañilería metida en un bolsillo del pantalón y la cuerda del nivel en la mano. Cuatro horas más tarde lo habían traído en un camión de acarrear grava con la cabeza destrozada. Habíase caído de un andamio en el tercer piso de un edificio en construcción. La sorpresa cundió rápidamente en la cuartería de don Tomás, así como en las demás casas del barrio. La sorpresa le provocó a Locha los ataques de nervios y, en el padre, causó un efecto verdaderamente demoledor.

Un hombre robusto y fuerte, en camisa como todos los que están en el velorio, anda de un lado a otro con una botella de aguardiente y un vaso obsequiando a hombres y mujeres que deseen tomar.

—¿Un traguito para el desvelo?

—Bueno, Florindo, ya que insistes.., gracias.

Y el obsequiado lo toma de un sorbo, escupiendo después. Florindo Zarco vive en uno de los cuartos vecinos en compañía de un carpintero, Andreo Neda, que también trabaja en la misma construcción. Andreo, desde temprano de la tarde estaba en el taller de Mauricio Salas, frente a la cuartería; se había ofrecido a Don Panta para hacerle el ataúd a Gustavo, con quien tenía relaciones muy cordiales. Mauricio había dado la madera de su pequeño taller. Florindo y Andreo en esa noche eran como familiares de los Puerto y ayudaban en todo a los deudos.

A la media noche, cuando más alto hablaban los hombres a causa de los tragos de licor, sirvieron la sopa de gallina. Había muchas personas en el velorio; los vecinos de los cuartos, otros del barrio y, los más, compañeros de trabajo en la construcción; hombres sencillos, sucios de cemento y prietos de soles, como Florindo, que siendo blanco ahora estaba oscuro y quemado como ídolo de arcilla. El ataúd fue traído ya forrado de género negro y con dos cruces blancas. Dispusieron colocar al muerto en su respectivo nicho de madera. Entre Mauricio, Florindo, Andreo y Luis Pinto hicieron el traslado. Ya el cuerpo de Gustavo estaba rígido. Una mujer se retiró murmurando:

—El “hijillo” de los difuntos es malo para la salú.

Al depositar el cadáver en el ataúd, Locha tuvo un nuevo acceso de nerviosismo y el cuarto estaba tan repleto de gentes que hacían irrespirable la atmósfera. Por fin van saliendo y comentando sobre el muerto y la enferma.

Por la madrugada, el velorio está en lo mejor de animación. Algunas parejas buscan las partes más oscuras del patio. Continúan jugando naipe. También hay una media docena de hombres “pateros” que aprovechan para conseguir tragos de aguardiente. Don Panta conversa con sus amigos.

—No tengo cómo pagarte, Andreo; también a Mauricio y a Florindo. Me han sacado de un gran apuro.

—Eso no tiene importancia, Don Panta. Los amigos somos los amigos.

—De no ser la bondad de ustedes, mi hijo Tavo hubiera tenido que ir al hoyo sólo ensabanado. Es triste estar en la miseria.

—A nadie le falta Dios, Don Panta. Todo se arregla en este mundo; lo único que no se puede, es revivir a un difunto.

—Dios te lo pague, Andreo.

Andreo Neda es joven, moreno, delgado, bajo de estatura. Su semblante es tranquilo y sobresale el brillo de sus ojos pardos. Florindo llega a ofrecerle una copa y Andreo acepta; luego ofrece al viejo:

—¿Y usté, Don Panta? ¿Se toma uno pequeño?

—No, muchacho. Brindá a los amigos que me acompañan. Antes de enterrar a mi hijo, ni una gota. Hay que cumplir con el deber como se debe.

Un muchacho de los que corrían temprano sobre la hoguera, viene agitado a la cocina y pasa veloz entre Don Panta y Andreo; va a reclamar su sopa de gallina; una mujer le sirve al momento. El chico sale ahora muy despacio, tomando a sorbos al borde del plato.

—Te vas a echar la sopa encima, “Gorrita” —le dice Andreo.

—¡Qué bah, ni que estuviera caliente!

—Este cipote —se queja Don Panta— ni una lágrima ha derramado por su tata; como si el muerto fuera un perro.

—Así son los muchachos, Don Panta —defiende Andreo—. “Gorrita” todavía no puede comprender la desgracia.

“Gorrita” tendrá nueve o diez años. Es moreno, descalzo y anda con la camisa sin abotonar porque todos los botones se los ha desprendido jugando; muestra desnudo desde el ombligo para arriba. Está sudoroso y va a juntarse con otros muchachos que están sentados en el patio. Su nombre es José Jacinto, pero todo el mundo lo llama “Gorrita” por la gorra grande que usa para ir a la calle a vender periódicos o lustrar zapatos. Es el hijo de Gustavo, al que abandonó su madre, años antes, para seguir a otro hombre.

Al amanecer, los trabajadores se van retirando. Los jugadores continúan hasta que sale el sol y, a regañadientes, se retiran no sin antes tomar café y su trago del aguardiente que distribuye Florindo.